Notas de viaje | Día III

EN alguna parte de la ruta 3 vi un cartel que me llamó la atención. Decía: “BANQUINA INEXISTENTE”. ¿Cómo es posible, me pregunto, nombrar algo que no existe? Si no existe no se puede nombrar. O, en todo caso, su existencia es posible porque hay mención, porque se evoca el objeto desde el lenguaje. Si algo existe en el lenguaje, entonces existe. A su vez: ¿para qué hacer un cartel que señale la no existencia de algo? Los carteles suelen señalar la existencia de cosas, no la no existencia. Es algo así como si un novio se le acercara a su pareja y le dijese: “yo no soy infiel”. ¿Para qué decir a secas que algo no es? Lo único que hace es levantar sospechas. De cualquier modo, después entendí que en verdad ese cartel da por hecho que la banquina existe en todo el resto de la ruta salvo en ese tramo, y justamente por eso, porque existe en el resto de la ruta es que alguien se puede dar el lujo de decir que en esta otra parte no existe. Conclusión: si se puede decir que algo no existe es porque en realidad existe, ya sea en otro lado o al menos en el lenguaje. Si de verdad no existiera, no habría forma de referirlo.

ESCRIBO esto desde una cabaña hermosa que queda en Villa Rada Tilly, un pueblo satélite de Comodoro Rivadavia. Lo primero que llama la atención es el lujo de las casas: hay verdaderas mansiones, bien cuidadas y con jardines prolijos. Haciendo sociología en ojotas, diría rápidamente que acá tienen su casita de fin de semana los ricachones de Comodoro Rivadavia. Wikipedia me tiró algunos datos:
-10 mil habitantes.
-ordenanza municipal que prohíbe los edificios.
- mucha guita. Acá quiero decir algo. Hay guita pero no es como en Pinamar, donde la plata pone estúpida a la gente. En Rada Tilly no hay concesionarios de autos en cada cuadra, ni minas en bolas promocionando giladas ni boludos de la UADE andando en cuatri. Me gusta más acá.
- hace 9 mil años andaban tehuelches por estas playas.
 La cabaña en la que estamos es la última del pueblo: de acá en más se levanta un monte seco, muy seco y desértico. Por acá andarían el coyote y el correcaminos, digamos. Siempre me llamó la atención ser la última reserva de civilización, estar en la última línea antes de que el espacio se convierta en otra cosa. Por eso cuando voy en auto me gusta estar al lado de la ventanilla.
Con mi hermano salimos a recorrer el pueblo en bici; mientras pedaleaba me di cuenta de que durante años viví en el límite de la civilización: en Ushuaia nuestra casa era la última de todas, atrás había un bosque y más atrás campo y campo. Estaba al borde de la existencia.

El último orejón del tarro, en Rada Tilly.

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