Notas de viaje | Día II



Viajar en auto por Santa Cruz me hace acordar a la famosa novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. Sobre todo por la parte de Páramo: no hay nada. Uno mira a un costado y no hay nada. Mira al otro y es lo mismo. Cuando entramos en las ciudades esa sensación sigue latente; no puedo olvidarme de que en realidad son pueblos construidos en medio de la nada y que su ubicación en el espacio es arbitraria. Podrían estar 2 km más acá o 57 más allá, no veo cuál sería la diferencia. Eso pasó con Piedrabuena, San Julián, Tres Cerros (llamarlo pueblo sería demasiado generoso), Fitz Roy, Caleta Olivia. En realidad, si lo pienso mejor me doy cuenta de que todos son asentamientos que obedecen a una actividad económica, ya sea la pesca o la extracción de algún mineral, pero la sensación de arbitrariedad persiste. También se me hace que todas son ciudades de paso en las que los viajantes paran para comer, en el mejor de los casos para dormir y siguen camino. Pero otra vez aparece mi parte racional y me digo que no hay ciudad que no sea, en mayor o menor medida, de paso, salvo Ushuaia, que es la última del mapa.

Mientras manejaba por la ruta y escuchábamos Mercedes Sosa, con mamá nos pusimos a recordar lo que nos pasó hace algunos años en Fitz Roy. Debe haber sido hace doce años, más o menos, es decir que yo tenía unos nueve y mi hermano, siete. Veníamos de San Julián con poca nafta. Llegamos a Tres Cerros, cuya composición es de una estación de servicio y tres casas, y no tenían. El tanquecito del tablero no solo estaba en rojo sino que además titilaba. Casi por arte de magia llegamos a Fitz Roy, un pueblito del que nunca habíamos escuchado hablar, y fuimos a la ypf. Nada. Parecía abandonada de años. Tocamos la puerta (digo nosotros para darme más protagonismo) en una especie de pensión o algo así. La dueña era una vieja pueblerina, no paraba de hablar. Nos dijo que la única reserva de nafta la tenía la policía, y que tuvimos suerte porque su hijo era uno de ellos así que le iba a poder robar un par de litros al día siguiente, cuando amaneciera. Tuvimos que pasar la noche ahí. Mientras cenábamos papas fritas me acuerdo de que en la televisión, que colgaba de una pared, estaban pasando un programa de ovnis. Los conductores juraban que esta vez sí encontraron verdaderas huellas de presencia extraterrestre en la Tierra. La vieja miró el televisor unos segundos y después nos comentó que sí, que efectivamente, los extraterrestres existen y en Fitz Roy todos lo saben porque hubo varias apariciones. Estuvo una o dos horas más hablando de experiencias paranormales vividas en carne propia. Al ratito nos fuimos a dormir a la única habitación que tenía, muy chiquita y llena de cucarachas. Esa noche los cuatro estábamos nerviosos y no pudimos pegar un ojo: mis viejos por la nafta y Gustavo y yo por los ovnis. Al otro día nos levantamos y, con los cinco o diez litros que la vieja le robó al hijo, teníamos que tirar hasta Caleta Olivia. La nafta era tan insuficiente que la vieja recomendó poner punto muerto en todas la bajadas y así ahorrar todo lo posible. Milagrosamente, y con incertidumbre hasta el último minuto, llegamos justito a la estación de Caleta Olivia, que quedaba al pie de una bajada en la entrada de la ciudad. Creo que esa vez fue cuando más cerca estuvimos de lo sobrenatural. 



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