En Río Grande (I)


Vamos a estar diez días en Río Grande. Cuando mis amigos me preguntaban, decía que me iba al exilio unos días porque la verdad era que yo tampoco sabía –y sigo sin saber- para qué vine. Lo único que sabía es que mi mamá tenía que viajar desde Ushuaia a Río Grande y que a último momento se sumó una amiga de ella, Fernanda.

El viaje me entusiasmaba por cuatro razones: 1) yo manejaba; 2) yo elegía la música; 3) íbamos a pasar por la panadería de Tolhuin; 4) diez días de exilio es un buen tiempo para encerrarse a escribir. Me gusta la idea del escritor que se aísla del mundo para escribir su obra y no se distrae por nada, se hospeda en un hotel de mala muerte y se levanta muy temprano, antes de que amanezca, y trabaja hasta el mediodía, momento en que alguien le deja en la puerta un tupper con comida que se enfría porque el escritor está demasiado ocupado, y después sigue hasta la noche. Por supuesto, es una imagen muy idealizada y no creo en eso, además de que no soy escritor ni tengo nada que pueda llamarse obra. Creo que cuando se dispone de demasiado tiempo no se escribe. Tiene que haber alguna presión, alguna resistencia, una tarea más urgente: la posibilidad absoluta y sin obstáculos de hacer algo paraliza el deseo.

Después de desayunar unas facturas de Tante Sara, salimos. Puse el disco One, de los Beatles, que Fernanda cantó conmigo. Mi mamá no reconocía ninguna canción salvo Hey Jude, que también cantó a los gritos. Después puse unos temas de una banda de country que se llama Mandolin Orange, como para sentirnos on the road. Lo estábamos: desde Ushuaia a Río Grande hay tres horas de viaje.

Una vez que llegamos, algo me desanimó. No supe si era el viento, la llanura, la desolación. Al ver las calles de Río Grande uno ve reflejado el sinsentido de la vida, es como si siempre fuesen las tres o cuatro de la tarde. Tuiteé que Río Grande es una ciudad horrible. Un poco agresivo, pero es la plena verdad. De repente pensé que tendría que ser espiritualmente ilegal enamorarse en Río Grande. Quiero decir, una ciudad tan horrible es indigna de ser escenario de algo tan lindo. En cambio, las ciudades como Ushuaia o tantas otras parecieran pedirnos que algo lindo pase, algo que esté a la altura de lo bello de la ciudad.

Al rato pensé la contraparte: capaz que es necesario que algo importante suceda en una ciudad fea. El solo hecho de que haya una historia, que podría ser sexual o cualquier otra cosa de gran magnitud, como por ejemplo la infancia, puede hacer que la ciudad más horrible se vuelva linda. Un paredón insulso puede volverse extraordinario si algo pasó en esa vereda, ¿no? Hace falta una buena historia para justificar una ciudad desabrida, en cambio una ciudad linda se justifica sola. No sé con cuál de las dos teorías me quedo.

Nos instalamos, dimos una vuelta. Miré un poco el centro y vi locales que también están en Ushuaia. En una esquina estaba el Banco de Tierra del Fuego, al lado Urban Mix, y yo miraba todo eso desde la cafetería que se llama, oh Dios mío, Tante Sara. Una factura de Tante Sara a la mañana, en Ushuaia, y otra a la tarde en Río Grande. Era el mismo bocado con un paréntesis de tres horas en el medio, con la diferencia de que ahora el sol, en vez de enderezarse hacia el mediodía, se encorvaba.

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