El milagro de la permanencia


Café y tarta de manzana en Xpresso. Al lado, un libro de Emmanuel Carrère por el que pagué un precio excesivo –es un conjunto de artículos bastante mediocre; el escritor francés, como todos en algún momento, cayó en el “hazte la fama y échate a dormir”–. Siempre fantaseo con ir todos los días al mismo café, si es posible en la misma mesa. En Buenos Aires es habitual entre ancianos y oficinistas. Yo, que sueño con ser oficinista, quiero adoptar la costumbre del café. Desde que soy muy chico me llevan a cafeterías, y desde que tengo memoria hay un grupo de tipos que se junta todas las mañanas en el mismo bar (se llamaba Café de la esquina, siempre pasaban jazz; cambió de nombre, de dueño y de música, lo único que permanece es la mesa de los tipos). Si mañana voy a ese bar, que ahora se llama Brix, sé que los voy a encontrar.

Es el milagro de la permanencia. No lo conozco en persona, solo puedo verlo en otros. La mesa del café, ese cuadrado de madera lustrada, se parece mucho a una balsa en el océano. Varias veces escuché que si alguien necesita recuperarse de una pérdida tiene que armarse una rutina de lo que sea. Como si las cosas de alrededor (el desayuno, el parque en el que salir a correr, la ropa) tuvieran que repetirse hasta cobrar entidad propia y volverse reales. 


***


La poesía es la continuación de la infancia por otros medios, escribió María Negroni. Para mí, la frase puede reformularse un poquito: la continuación de la infancia es el café. 




***


La lapicera negra con la que escribí el párrafo anterior es muy mala, así que decidí comprar otra. Fui a Rayuela, la típica librería fueguina, y compré un pack de tres BIC. En la caja, el chico me cobró y de pronto dijo:

–¿Te gusta Dragon Ball?

–Sí… Bueno, me gustaba cuando era chico. ¿Por?

–Porque llegaron estos llaveros –me mostró unos muñecos en modo super saiyajin. 

–Están buenos… Quizás para mi sobrino. ¿A cuánto están?

–Mil quinientos.

–Vamos a ver, ahora que se viene el cumpleaños. Vamos a ver. ¡Gracias! –dije y me fui. 


¿Por qué dije eso? Ni siquiera tengo sobrinos.


 Posibles respuestas:


a) Acto reflejo. Si le hubiera dicho que no me interesaba Dragon Ball, habría generado un silencio de varios segundos al estilo The Office. No me convence esta opción, el silencio no habría sido tan largo como para intentar evitarlo. 


b) Soy un mitómano y la ocasión hace al ladrón. Descartado: no tengo el gusto de la mentira ni, ya que estamos, el gusto por lo ajeno. (Qué bien esa frase: “X es amigo de lo ajeno” para decir que X es un chorro.) 

El único robo que practico, y con mucha felicidad, es el literario. Es una cosa de locos. Abelardo decía que en literatura el robo solo está permitido si va acompañado de asesinato. Es decir, si vas a robar tenés que “matar” al original, hacerlo mejor. Me gusta esa ética del afano porque deja al ladrón como alguien moralmente superior, lo eleva. Un profesor decía que si un alumno se copia en un examen y no lo descubren merece aprobar. Es casi como cuando uno de mis tíos dijo en una cena que admiraba a los tipos que entraron a robar al banco Río. Por supuesto, el resto de la familia saltó de la silla para condenar el robo en todas sus formas con independencia de si hay éxito o no. Piglia decía que peor que robar un banco es fundarlo…


c) Deseo un sobrino con todas mis fuerzas. Como Icardi, que simula seguir con Wanda Nara pese a que ella lo dejó hace meses, aproveché para dar curso a mi fantasía: todo intercambio con un desconocido es una oportunidad para inventar el mundo de nuevo. Descartado: no deseo un sobrino ni aprovecharía el caso para inventar un mundo ideal.


d) El empleado estaba conectado con la vida. Alguien que en un intercambio socialmente reglado salta con cualquiera es alguien que viaja en patines donde el resto camina. Yo, acostumbrado a los modos de la gran ciudad, podría haber respondido: “No” y punto final. Si fui a buscar una lapicera no me hables de Dragon Ball, somos sujetos racionales que interactúan libremente con arreglo a fines en el marco de una democracia constitucional. Pero al encontrar a una persona que, como un niño, salta de un tema a otro sin atenerse al motivo estricto que lo llevó a interactuar conmigo, me puse feliz. El vendedor me recuerda que ser humano es desbordarse un poco, dar lugar a lo imprevisible, no hacer exactamente lo que se espera de uno. En definitiva, ¿qué es la individualidad sino ese pequeño margen por el que nos salimos de lo que se espera de una persona genérica? 


Aferrarse a la vida como a una balsa. Una balsa de madera. Cuadrada.


Quienes realmente se aferran a la vida son los madrugadores. Recién veía en Twitter una recomendación de cafés que abren a las 8 am en CABA. Los madrugadores son legión y tienen todo mi respeto. ¿Qué puede ser más interesante, más divertido, más extraordinario que darse vuelta y seguir durmiendo? La respuesta es unívoca: la vida. Y encima para ir a tomar café. Una de las partes que más me gusta de Los llanos, la novela de Federico Falco, es cuando el narrador describe la mañana en la ciudad, el ascensor que empieza a subir y bajar a partir de las seis. El protagonista sale a un café que abre temprano y, mientras escribe en un cuaderno (tal como hago yo ahora), observa el avance de la mañana, las mesas que se ocupan de a poco, el murmullo crece sin que nadie se dé cuenta. 


Querido lector: levantémonos temprano, hagamos patria. Y si usted ya es un ferviente madrugador, déjeme entrar en el club. Dígame, oh lector, el secreto: quiero beber el elixir del alba. Soy miembro del club de los inveterados noctámbulos, pero estoy dispuesto a dejarlo todo para pasarme al bando contrario. Me arrepiento de todos mis pecados. 

Yo sé su respuesta, lector. Si usted me conoce personalmente dirá: “Pero Pablo, te levantás todos los días a las 6 am, ¿qué más querés?”. Y yo diré que levantarse para ir al trabajo no es madrugar en serio. El madrugón real es el de la gente que lo hace por gusto, para hacer algo que podría elegir no hacer. Los tinchos del gimnasio al aire libre que queda frente a mi edificio son madrugadores: ¿quién te manda a hacer flexiones de brazos a las 7 am con un reproductor bluetooth que expande ondas sonoras del infame YSY A?


Hablábamos de bálsamos, de clavar los dientes en la materia vital. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que iba al café Martínez de Rivadavia y Sánchez de Bustamante. Era los jueves, siempre los jueves, porque tenía un rato libre. También iba algunos lunes a eso de las 10 am. No podía darme el lujo de elegir la misma mesa, pero no importaba. A veces salía cansado de una clase y el café con leche, tan estandarizadamente rico, era como tomar una poción. Fueron meses felices. Nunca antes un mozo me había dicho ni nadie me volvió a decir lo que pronunciaba esa moza, una chica bajita, de rulos y acento dominicano, las palabras a las que aspiro desde chico, cuando veía a los tipos sentarse en el café de la esquina:

–¿Lo de siempre?



Para ser fiel a la verdad, esto fue escrito el 24/1/23.

Comentarios

  1. Placer leerte, querido Pablo. Te lo dice una madrugadora por elección... ¡Nunca mejor tu descripción al decir que lo que nos atrapa es la vida! Abrazos!!

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  2. Justo hoy, mientras esperaba que abrieran los negocios, tomé cafecito sola en Café Martinez!!!

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  3. Pabluchi..leerte es transportarme a tu crónica detalladisima ..logras que me zambulla y bucee..en ese relato..queme identifica..tu narrativa atrapa..me encanta leer tus cronicas..desde que eras estudiante de periodismo y escribiste sobre tus vivencias desde la ciudad de la furia..BRAVO PABLUCHI!!

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  4. Una de las penas más grandes que he asimilado cómo parte de la rutina es renunciar al café por la mañana. No me refiero al ritual de prepararme un café batido a mano. Al cuál también renuncié por el café de maquina preparado en la oficina, por cuál pago 600 pesos mensuales. Dinero que se utiliza no sólo para comprar café, sino que también se compra agua, té, mate cocido y creo que he visto incluso hasta malta. Y aunque sé que podría prepararme un café batido a mano en la oficina, no es lo mismo. En la oficina compran Arlistan. Lo cual, cómo todos sabemos, no es café. Pero más allá del Arlistan, y más allá de los 600 pesos, extraño tomarme un café en una cafetería. Específicamente por la mañana.

    Cómo describís en tus párrafos, no cualquiera es realmente un madrugador. Tengo la idea de que las personas que toman un café por la mañana eligen, más conscientemente quizás, hacerlo parte de su rutina diaria. Es una decisión hecha permanente. De vez en cuando, me escapo del trabajo a las 8 y voy para Tante Sara para tomar un café. Las veces que he ido, también veo a unos tipos sentarse en la misma mesa. Trabajan en la Niní Marshall. Me imagino si esos tipos van todos los días a tomar un cafecito por la mañana. Me imagino, ahora también, que todas las mañanas hay un grupo de tipos sentados en la misma mesa de cada café de la ciudad construyendo su propio milagro de permanencia.

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