El canto de las sirenas


Estuve buena parte después de la cena pasando reels, tuits y demás yuyos en el celular. Solo cuando dieron las doce una fuerza interna –”no era yo, era el dios dentro de mí”, dice Silvio Astier en El juguete rabioso– hizo que me levantara y viniese a la pieza de abajo a teclear esto. Vuelve el animal nocturno, el búho de ojos grandes que se posa en una rama a mirar la noche, el humano que se convierte en lobo cuando hay luna llena, o mejor: la cenicienta que necesita volver a su casa cuando dan las doce porque se rompe el hechizo. El hechizo no es la escritura febril de la noche, sino todo lo que hay durante el día: la caminata a la Laguna Esmeralda, la compra inesperada de una remera talle L, la ingesta de pochoclos comprados en la calle San Martín, con ese olor tan ushuaiense que mezcla maíz, frío, caramelo y el color de la piedra en la vereda.


Otra vuelta por La Boutique del Libro, solo para constatar que las novedades me interesan cada vez menos, solo para abrir al azar un libro muy bonito sobre la historia del té. Tengo una habilidad, quizás la única habilidad verdadera, descubierta en la adolescencia: puedo abrir un libro al azar y encontrar en esa página lo esencial. No sé cómo, no hay explicación: es así. En la secundaria abría una fotocopia y justo leía algo que a la hora siguiente me preguntaban en el examen. Decenas de veces leí una página cualquiera, me pareció completamente extraordinaria y compré el libro bajo el razonamiento lógico de: “Si así es una página, lo que debe ser el libro completo”. Error: el libro entero suele ser un mejunje verbal que solo se justifica por lo que decía aquella página solitaria. 


***


Cada vez que vengo a Ushuaia pienso: ¿y si dejo todo y me quedo acá? El otro día me comentaron que la misión alta, esa zona del otro lado de la bahía con casitas militares, es el único lugar en el que se escuchan los latidos de la ciudad. Y comprobé que es cierto: llega el ronroneo de los motores, algún reggaetón lejano, las aceleradas de las motos, el repiqueteo de los autos en la calle de tierra, voces mezcladas que llegan hechas un bollo. “Puedo escuchar y entender quién soy”, dice una canción de El Zar. 


Me parece sana la tentación de volver, es como esos amigos que se tienen ganas desde hace años pero saben que concretar algo rompería el hechizo de la amistad. ¿Y entonces? Solo queda la serpiente del deseo, disfrazada de una cosa o de la otra, pero siempre ahí para ofrecer la manzana prohibida. ¡¡Qué sería de mí sin la voz de la serpiente!!



***


No sé por qué volví al blog después de tanto tiempo. Encima se llama La bola del sur, nombre al que nunca le pensé demasiadas interpretaciones más que la obvia: algo en el sur se desplaza. El motivo al que se debe la vuelta por estas latitudes virtuales es el siguiente: me intimida saber que hay un lector del otro lado, casi me paraliza. Enviar un newsletter por mail es como meterse por la ventana en la casa de tu amigo. Y a veces ni siquiera es tu amigo… Al mismo tiempo, no creo en la escritura 100% solitaria, desconfío del tipo que escribe durante años y todo queda en el cajón para siempre. El blog es un punto intermedio: no te metés en la casa de nadie, pero siempre aparece algún náufrago perdido y te lee. La famosa botella al mar. Casualidad: escucho una canción que se llama I will be found [lost at sea].


***


Mientras compraba la remera talle L, me llamó la atención que la vendedora no se comportaba exactamente como una vendedora. No era mala, al contrario, pero había algo en la chica que se desviaba del rol de persona que vende: hacía bromas que no estaban enfocadas en la venta, usaba un tono en el que se filtraba su verdadero yo; la cajera hizo una broma que ella no entendió y en lugar de reírse por compromiso confesó que no había entendido. Comentó que había empezado el día temprano porque la pusieron a tejer no sé qué cosa para año nuevo. Hay personas que se ajustan como un guante al rol que la organización les exige –un vendedor, un mozo, un profesor, un chofer, un médico–, mientras otras no pueden evitar ser quienes en verdad son. El tema me fascina, mejor dicho me obsesiona. Después de escribir casi cien páginas de una novela cuyo final todavía desconozco, un día me di cuenta de que toda la historia giraba en torno a un mismo centro secreto: ¿qué pasa cuando querés comunicarte con una persona y en cambio el otro te responde como representante de una institución? 


En mis clases pienso mucho en el tema, y más de una vez le dije a algún chico: “¿Te respondo como persona o como representante del colegio?”. A veces lo que valoro como persona no es lo mismo que valoro como representante institucional, y viceversa. ¿Y a la hora de decir un chiste? ¿Quién dice la broma? ¿El tipo al que le gusta tocar la guitarra sentado en la cama o el profesor colegiado? El caso extremo de no adecuación al rol institucional lo encontré en una panadería de acá cerca. Con mi mamá y mi hermano sospechamos que las empleadas odian al patrón y se desquitan del mejor modo posible: con los clientes. Preguntás por el precio de una pastafrola y te dicen:

–Novecientos. Mentira, qué va a salir novecientos. Ochocientos. Bueno, no, tampoco. Seiscientos. De verdad, seiscientos. 

Preguntás por una picada y la chica de la caja se asoma a la cocina y dice:
–¿Escuchaste lo que pidió la señora? Cree que a esta hora todavía quedan picadas jajajaja.


Nadie entiende por qué seguimos yendo. Sé que en Buenos Aires hay bares a los que la gente, cansada de los coffee house buena onda, va porque quiere que la traten mal. Los mozos te tiran el plato por la cabeza, no te saludan. Debe ser una pulsión del ser humano buscar el maltrato. Y a su vez, el que maltrata espera una resistencia del otro lado, quiere chocar contra una pared que no siempre llega. Pero claro: para mí, el maltrato en Buenos Aires es una prueba de la prepotencia porteña; en cambio, el maltrato en Ushuaia es parte de las voces de la ciudad, es el canto de las sirenas.


***


Volvíamos de la Laguna Esmeralda, era el último tramo de bosque antes de salir al estacionamiento que da a la ruta. Con uno de los turistas españoles, a quienes había conocido ese mismo día, surgió el tema del presidio. Dije que originalmente se había construido en la Isla de los Estados, que uno de los presos más famosos era el Petiso Orejudo. Todo esto mientras avanzábamos por el sendero lleno de barro, raíces y troncos que se atravesaban en el camino, subidas y bajadas, puentes hechos de troncos. Eran las cinco de la tarde. Cuando ya estábamos por llegar dije que el presidio cerró alrededor de 1940, un poco más o un poco menos. De un momento a otro subimos una parte empinada y ya estábamos en el estacionamiento. Pero antes de ver al tipo con campera michelín sentado en el capó de un auto negro y amarillo, antes de ver los diez o quince vehículos al costado de la ruta, escuché su voz, porque cuando estoy en Ushuaia oigo mejor los sonidos de la ciudad. El tipo dijo, sin que nadie le preguntara:

–1947. Cerró en 1947. ¿Taxi?






Comentarios

Entradas populares de este blog

Oh, vamos a ese lugar mejor

Cómo ser malos | Entrevista extendida a Gonzalo Garcés

El milagro de la permanencia