Cambiando la piel

Es un día de sol, cosa poco común en Ushuaia, y encima domingo. Eso significa que todo el mundo tiene planes, proyectos. Bueno, la palabra proyectos es exagerada, un porteño diría “un programa”. No hacer nada un día como hoy sería terrible, no tanto porque de verdad lo lamente sino porque en las redes todos muestran fotos en un lago, en el campo, con el humo del asadito y música que sale de los autos con puertas abiertas. Miro por la ventana: el vecino de abajo lava el auto, como siempre. Es un loco del auto, lo ama. Qué lindo es tener una pasión, entregarse a algo. Para todo lo demás está la plata: el dinero es una pasión ideal para los que no tienen pasiones. Levanto la vista: enfrente hay una casa grande, hermosa, donde al parecer viven unos chicos, o mejor dicho unos jóvenes. Es como la casa de okupas pero versión cheta: siempre entra y sale gente que se sube a autos de gama media-alta, fuman afuera y hablan con tono de porteño con guita. Como si fuera poco, uno se llama Ricardo. Yo los miro desde mi patio como un anciano, desde la reposera, con música que sale de mi ubicuo reproductor bluetooth, con el pensamiento de: “Estos pendejos me tienen harto”. No considero ni por un momento que tengo su misma edad y que el que reproduce música con algunos decibeles de más soy yo. 


La transformación es inminente: como Gregoria Samsa, me estoy convirtiendo en un ser crujiente y arrugado. 


Con mi hermano decidimos ir a la playa del aeropuerto, ese lugar en el que confluyen quienes tienen que viajar en avión, quienes van a dar un paseo y quienes van a practicar manejo, ya que hay un terreno con algunas cubiertas para practicar el zig zag y el estacionamiento. Mientras rotondeamos y hacemos las curvas del camino que llevan al aeropuerto, pienso en lo inofensivo que es ahora pasar por acá. Nada comparado a cuando hay que hacer el mismo trayecto para irse de la isla, para volver de unas vacaciones, para irse a estudiar. Llevamos al perro para que deambule un poco. Pensé que iba a estar todo el mundo, pero no hay casi nadie. ¿Dónde está la fueguinidad? La fiesta siempre ocurre en otra parte, seguro todos están en un lugar extraordinario que desconozco, con menos viento, con una orilla más limpia. De chico me parecía que la gente más popular iba al otro colegio, los mejores jugadores estaban en el otro club. De grande, la otra universidad era donde ocurría lo esencial, y lo que de verdad movía la aguja pasaba en un medio de comunicación que no era donde yo trabajaba. Incluso más tarde, colaborando con un medio que sí mueve la aguja, sigo pensando que eso pasa en una sección que no es la mía. 


Mientras escribo esto se me ocurre que en uno de los trabajos de ahora, una biblioteca escolar, siento por primera vez que estoy donde ocurren las cosas. Al menos las cosas que me interesan: no me importa lo que pasa en el gimnasio, en el laboratorio de química o en cualquier otra parte. Tampoco me importa lo que pasa en otra parte de Buenos Aires: sé que hay escritores firmando contratos con editoriales, que hay gente cool en bares como La Fuerza forjando la cultura under de la ciudad, que hay talleres literarios donde se define la silueta de toda una generación. Pero no importa, ya no importa. Me importa lo que pasa donde estoy. (Dicho así suena tan simple…) 


***


El otro día fui a la casa de una pareja joven, realmente joven. Las parejas muy jóvenes que empiezan a convivir se esfuerzan por aburguesarse, por ajustarse a las reglas del buen gusto, del orden. Me llamó la atención que el chico, que revelaba una juventud casi extrema, estaba de camisa celeste lisa, pantalón de gabardina y zapatos. Muy lustrados, impecables. Pero eran las diez de la noche e íbamos a comer una pizza. A esa hora uno tiene puesto lo que decide tener puesto, y el púber decidió la camisa laboral. Es evidente: como diría Borges, olvidadizo de que ya lo era, quiso ser oficinista. 


El chico no tenía miedo de parecer un viejo. En cambio yo, que miro el abismo desde un lugar un poco más alto (si mirás fijo al abismo, el abismo te devuelve la mirada, decía Nietzsche), no me pondría una camisa de esas ni aunque me paguen. Pero a mis 18 o 19 años iba a la facultad de camisa formal. Y ahora soy capaz de ir a mi propio casamiento de remera. 


¿Así pasan los años? Hace poco, después de cenar, quedé estupefacto. Papá enciende la tele, pone un capítulo aleatorio de star trek y va a la cocina a preparar un jugo. Desde allá le pregunta a mamá qué episodio es, ella dice que es uno en el que los personajes viajan en el tiempo. Papá pregunta con verdadera curiosidad a qué época. Hablan como si no conocieran la serie que ven todas las noches sin excepción desde hace tres décadas. Antes de que yo naciera mi papá ya veía star strek a la noche, y son siempre los mismos episodios. Pareciera que simulan no saber qué va a pasar, a qué época viajan los personajes. 


Mientras lavo los platos pienso que un matrimonio se sostiene en la simulación de no saber qué viene después. 


***


Volvemos de la playa del aeropuerto, hubo un incidente con otro perro pero nada del otro mundo. Está muy bien salir, manejar quince minutos y estar en la orilla del Canal Beagle. Son las ocho y algo de la tarde y sigue de día, el vecino de abajo ahora lava su otro auto. Es remisero y siempre sale de camiseta a lustrar la carrocería, anda con un trapo y una manguera. Se mueve lento, como si no quisiera que se termine. Llegué a sospechar que en realidad el tipo tiene dos autos para pasar más tiempo afuera lavándolos. En fin, en este barrio nunca pasa lo importante. Anoche, fin de semana, no se escuchaba música ni autos. Y ahora, frente a la compu, pienso que así está muy bien. ¿Es esto estar en la puerta de los treinta años? Y después qué?





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