La magdalena

En la casa de mi ex, el televisor estaba siempre prendido y en el mismo canal. Era una especie de señal de radio que se llamaba Los clásicos del rock. Sonaba Aerosmith, Guns n’ Roses, Queen, Santana, Los Beatles. Desde la vez que llegué hasta el último día que estuve en esa casa, tres años y medio después, sonó la misma música. Se almorzaba y cenaba (aunque ellos no cenaban, comían algo que era una especie de segunda merienda) con el mismo ronroneo de fondo.

Una vez, el hermano menor dijo que había leído por ahí que, según una encuesta, Here comes the sun, de Los Beatles, era considerado el tema más alegre del mundo. Dijo que mucha gente angustiada o deprimida se sentía animada con esa canción. Yo no tenía idea de cuál era, mi novia  la conocía vagamente. El hermano dijo: “Es la que está sonando ahora”. La escuchamos hasta la mitad y nos fuimos a hacer otra cosa.

Me acuerdo de un montón de anécdotas en esa casa. Veía pasar a los sucesivos novios de la hermana de mi novia, yo era testigo de cómo se cumplían los ciclos. Al principio el chico llegaba, tenía que congraciarse con la familia, después tomaba un poco más de confianza e iba a comer los domingos. Se convertía en parte de la familia hasta que un día no aparecía más, no se lo volvía a mencionar y nadie, mucho menos yo, preguntaba qué había pasado, aunque sí se lo preguntaba a mi novia después de comer, a solas. Yo me sentía superior, como si nunca me pudiera pasar, estaba exento de ese ciclo.

 De esas comidas recuerdo situaciones graciosas, situaciones tensas, situaciones incómodas para mí, situaciones incómodas para todos menos para mí, discusiones de series, de libros, políticas, teológicas, anécdotas de familiares lejanos que habían cometido atrocidades cincuenta años atrás, una tía abuela que estuvo ciega y en cama más de la mitad de su vida, genealogías, recetas de medialunas, discusiones sobre las pirámides egipcias, sobre la rigurosidad científica del psicoanálisis, sobre si había afectación en alguna que otra frase de Borges, las causas de la caída del Imperio Romano. Me acuerdo de una vez que con el papá, un tipo genial que, según siempre sospeché, esperaba que yo fuese a pasar el fin de semana con ellos para tener con quien hablar de Historia, hablábamos de la trama de El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco. Me contó lo justo y necesario para que me dieran ganas de leer el libro o ver la película; dijo que en realidad era una historia policial. Cuando me planteó el misterio, comenté distraídamente algo que había leído alguna vez: en la Edad Media, los monjes, que eran dueños de la palabra escrita y las bibliotecas, solían envenenar las páginas de ciertos libros considerados profanos para que quien los consultara muriera en poco tiempo. Mi entonces novia y su papá se miraron y no dijeron absolutamente nada. De una forma muy rara, confusa, se levantaron y fueron al auto porque justo teníamos que ir no sé adónde. Después descubrí que en realidad mi solución era exactamente lo que pasa en la película. Cada vez que nos acordábamos de eso nos reíamos. Al papá también le gustaba, o eso parecía, que le hiciera preguntas sobre cómo funciona el poder judicial (era –sigue siendo- abogado), yo especulaba con casos imaginarios y él les aplicaba el rigor de la ley.

La última vez que fui a esa casa no supe que sería la última. Cuando mi novia pasó a ser mi ex, hubo varias cosas que dejé de hacer. No podía escuchar Sui Generis, por ejemplo, porque a mi ex le gustaba esa banda. Y así fue por mucho tiempo. Evitaba ciertas cosas, ciertas canciones, me propuse no volver a Mar del Plata porque mi última vez en esa ciudad todavía estaba de novio; no quería ser como el nene que deja en la playa un castillo de arena y vuelve al otro día para comprobar que su castillo ya no existe.

Tardé en volver a hacer cosas que me hacían acordar a ella o a su casa. Ciertos lugares, ciertas películas, pero hubo una canción que nunca me animé a reproducir: Here comes the sun. ¿Cómo podía ser? Una canción que debería ser optimista, alegre, era la única que me tenía prohibido a mí mismo. Cada uno tiene su magdalena de Proust; la mía, en relación a mi ex, era ese tema. Ella nunca lo supo y si leyera esto se sorprendería bastante, pero a veces la mitología que uno se arma con respecto a una relación, o a cualquier situación, es personal. Los símbolos, los recuerdos de tal esquina o tal otro momento, suelen ser individuales, no compartidos. Uno no los elige.

Hace poco, por primera vez, escuché Here comes the sun de casualidad. Era de noche, estaba solo en mi pieza. La canción rondaba perdida en una lista de reproducción y llegó sin aviso, pero la reconocí enseguida. Por primera vez la escuché entera y pasaron dos cosas. La primera es que me pareció un tema genial. Y la segunda, lo más importante, es que algo se había desbloqueado, un lugar al que era necesario llegar pero que durante todo ese tiempo me había estado vedado. Me sentí extraño, alegre, otra vez Proust pero de otra forma, la sensación era distinta. Fue la primera vez que pude sentir que la letra coincidía con la realidad, y entonces entendí que la encuesta tenía razón. 


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