Cómo ser malos | Entrevista extendida a Gonzalo Garcés
Versión completa de la
entrevista que le hice al escritor a propósito de su libro “Cómo ser
malos: ensayos sobre literatura”. Salió en el suplemento literario de La Gacetade Tucumán (20/11/16), pero por cuestiones de espacio quedó muy corta. Para hacerle justicia
a la entrevista real, y porque me parece una verdadera clase de literatura,
comparto la hora y media de desgrabación (que se traduce en diez páginas de
Word). Así y todo nos faltó hablar de escritores fundamentales como Bolaño,
Roth, Salinger y Castillo, entre otros. Enjoy:
-¿A qué viene el epígrafe con
que abre el libro? ¿Hay algo de tirarse al vacío cuando se instala una
polémica?
-Sí,
pero a mí me interesa toda la frase. Entera dice: “Eso es justamente lo que me
pasa, soy vulgar. Nací en un pueblo donde la gente, cuando se indigna, vomita
horrendas injurias, se desnuda gritando y se tira al río”. Me importa ese “soy
vulgar”. Yo lo tomo en el sentido de que no vengo de la academia, no conozco ni
me interesa conocer las buenas maneras que se estilan en el mundo de la
crítica. Significa que estoy dispuesto a pensar solamente con los recursos de
mi razón y mi criterio, no en base a una ética profesional preestablecida. Voy
a salir a la espesura y a la selva de los textos y voy a ver cómo me va. Y lo que
sigue es como vos decís: tirarse al río también es algo que yo intenté hacer en
estos ensayos. Decir, por ejemplo, que Piglia se equivoca acerca de Hemingway,
sin preocuparme por si es correcto criticarlo, y sin preocuparme por todo lo
valioso de la obra de Piglia. No ha faltado quien me diga: “¿pero cómo te vas a
meter con Piglia?”. Yo no me meto con Piglia, yo lo admiro. Para mí Formas
Breves es uno de los pocos libros de crítica realmente valiosos que salieron en
este país. Y Respiración Artificial es una gran novela, y así podría seguir.
Ahora, si un gran escritor como Piglia claramente se equivoca acerca de algo y
yo lo noto, ¿no tengo que decirlo? Eso también es tirarse al río.
-En ese ensayo, en el que
hablás de un error de Piglia y otro de Aira, para mí en el caso de Piglia vos
hacés más énfasis en que menciona marcas y aspectos técnicos, pero yo creo que
se refería más bien al hecho de no mencionar el suicidio.
-Es
un punto válido. Piglia señala que es propio de Hemingway, y de su modo de
escribir, omitir el suicidio. Pero sucede que a mí Hemingway me importa
muchísimo y me pregunté con frecuencia en qué consiste su estilo. Las omisiones
de Hemingway son muy importantes, pero también me importa, y hasta diría que me
importa más, una magia de Hemingway, que es la prodigiosa inmediatez y realidad
casi palpable de sus descripciones. Creo que Hemingway nos afecta por sus
omisiones, sí, pero no menos por el hecho de que si describe una estación de
tren al borde del Ebro y dos personas que están tomando un anís ahí, sentimos
el polvo, el sol, las colinas como elefantes blancos al fondo, el sabor del
anís, el frescor de la sombra. El mundo físico de Hemingway, ¿de qué está
hecho? ¿Cómo lo hace Hemingway? Por eso, cuando Piglia sostiene que esa
inmediatez, ese aspecto físico de la escritura de Hemingway tiene que ver con
la manera en que domina las jergas profesionales y las marcas, yo salto y digo
no, no es así, y a las pruebas me remito: no hay prácticamente menciones de
marcas en Hemingway.
-Creo que Hemingway solamente
se pone minucioso y técnico cuando habla de toros…
-Es
muy raro, incluso con los toros, que Hemingway use argot. Él pensaba que la
jerga envejece muy pronto. Si hubiera sido un escritor argentino, no habría
escrito frases como “a esta mina hay que laburársela bien”. En eso coincide con
Borges. Cuando escribe La intrusa duda con la frase del final, cuando uno de
los hermanos le dice al otro “a trabajar, hermano, hoy la maté”. Borges dice
que su madre le sugirió esa frase y que es la frase perfecta, porque si hubiera
dicho “a laburar, hoy la maté”, habría resultado falso. Si vos leés a Hemingway
en el original resulta muy límpido, el lector de 2016 no se encuentra con
ninguna palabra lunfarda de 1920. El libro parece escrito hoy.
-Das dos
ejemplos del orden en que Hemingway presenta un hecho. Primero el movimiento
del toro, después la consecuencia, después lo que rodea al toro. Después das
otro ejemplo. ¿Qué hay en común en esos dos ejemplos?
-Nosotros
percibimos las cosas en forma sucesiva. Después la mente combina esas
impresiones sucesivas, las superpone y queda una imagen total. Cuando Hemingway
describe un paisaje, primero describe una impresión general. Por ejemplo, el
campo era seco. Porque la sequedad es algo que percibimos un microsegundo antes
de percibir qué está más cerca y qué está más lejos. Después percibimos que hay
un trigal y más lejos unas montañas. Hemingway tenía una sensibilidad
extraordinaria para percibir ese orden. Es un poco más claro cuando se trata de
una escena de acción. En la del toro dice: “El toro se dio vuelta y el grupo se
separó y Romero lo estaba azuzando con su capa”. En realidad, la gente que se
aparta y Romero que azuza al toro suceden al mismo tiempo. Pero ¿por qué
Hemingway elige ordenar su frase así? No porque haya una sucesión en los
hechos, sino porque hay una sucesión en la percepción de esos hechos. Si vos
sos parte de la multitud, primero te das cuenta de que el grupo se está
apartando, porque sos parte de ese grupo, y un instante después advertís que
Romero lo está azuzando con su capa. Hemingway podía pasarse literalmente días
buscando en qué orden decir cada una de esas tres instancias, que son casi
simultáneas.
-En el mismo texto señalás
también un error de Aira y decís: “en estos dos errores me parece ver un
emblema de ciertas limitaciones históricas de la literatura argentina”. En el
caso de Aira es muy claro. Pero ¿Qué representa el error de Piglia?
-La
dificultad del escritor argentino para percibir el mundo físico. Sarmiento, en
el Facundo, es incapaz de ver qué árboles hay en la pampa, o de retener un
color o textura. Porque todo lo piensa en términos mitológicos e ideológicos.
Los ojos de Sarmiento están condicionados para ver en la realidad argentina las
constantes sociológicas. Verbigracia: Sarmiento está ocupado en notar que la
cultura y el espíritu industrioso no pueden desarrollarse en la pampa debido a
la distancia sideral, física, a la que viven unos individuos de otros. “Estamos
demasiado separados por el espacio en esta Argentina vacía y no podemos
desarrollar el espíritu de comunidad e industria”. Cuando describe a Rosas o a
Facundo, está ocupado en compararlos con sultanes, con califas, jefes de tribu.
Comparaciones sociohistóricas, pero en ningún momento te dice de qué color era
el pelo de Rosas, por ejemplo. Esa propensión a ignorar lo que dicen los cinco
sentidos y ocuparse de las constantes y la versión abstracta de las cosas está
después en Lugones, en Cortázar, en Borges, en Sabato. Hay excepciones, por supuesto.
El mismo Borges logra siempre captar algún detalle vívido, inolvidable, del
mundo físico. En El Sur habla del bowl de metal con caldo que le sirven a
Dalhmann en el tren. En el cuento “El congreso” dice, textualmente: “Los peones
sacaron unas bolsas de galleta, y probé por primera vez el sabor del animal
recién carneado”. Habla a veces del olor de los jazmines, del frescor debajo de
los árboles, y uno siente que Borges está preocupado, aún ciego, por captar
algo de esas impresiones. Pero son fugaces. Para mí, una novela como El pasado,
de Alan Pauls, termina siendo memorable porque, de modo desacostumbrado para la
literatura argentina, Pauls incluye una muy vívida descripción de una tormenta
de verano en Buenos Aires, más específicamente una que se abate sobre el auto
de Rímini en av. Las Heras. A eso me refiero, a que cuando Piglia no parece
entender de dónde viene esa inmediatez casi mágica de la prosa de Hemingway,
creo que es representativo de esta insensibilidad, falta de sentidos físicos
que hay en la literatura argentina.
-Ya que explicás con tanto
detalle el error de Piglia, me veo tentado a preguntar por el caso de Aira.
¿Qué resonancias tiene su error en la literatura argentina?
Cuando
analiza otros textos es muy desigual. Conozco observaciones de Aira que son
demoledoras, y para mí brillantes. Por ejemplo, cuando habla del “robusto
sentido común de Sabato”. El adjetivo “robusto” demuele a Sabato. Uno ve lo más
débil de Sabato, su sentido común de clase media, calzado con zapatos de suela
gruesa, nada sutil, duradero, sólido pero carente de cualquier gracia. Ahí Aira
resulta muy potente como crítico. Pero también ha dedicado muchas páginas a
desarrollar argumentos de una lógica boba. Como cuando dice que no tiene
sentido escribir buenas novelas porque la buena literatura ya está escrita.
Buena literatura no pertenece al orbe de los objetos definidos, como si dijera
“la estatua de la libertad ya está construida”. Buena literatura es una
denominación que puede abarcar casi cualquier cosa. Pero Aira simula, o cree
realmente, que la buena literatura es un objeto definido. A mí me parece más
grave no entender eso que no entender qué provoca las fases de la luna
(haciendo referencia a Cumpleaños, una de las novelas de Aira, donde el
protagonista se sorprende por no saber cuáles son las fases de la luna). Y
cuando Aira critica a Vargas Llosa resulta igualmente necia su lógica. Dice que
Conversación en la Catedral es una novela fragmentada que superpone planos
temporales escenas diferentes, pero, aclara Aira, una vez reordenados esos
elementos es una literatura estrictamente realista. Eso es necio, porque una
vez reordenados los elementos de un soneto queda un texto en prosa, pero
precisamente el sentido del soneto es que no está ordenado como prosa. Y que
cuando Vargas Llosa pone casi superpuesto en líneas contiguas de su novela a
dos perros que se comen unos documentos y a un hombre torturado en el sótano de
una comisaría, está acercando elementos a la manera de la poesía: los perros y
el torturado cambian de significado porque están en relación de contigüidad.
Reordenar eso es deshacer todo el trabajo literario y poético que hizo el
autor.
-En uno de tus ensayos hablás
de las novelas políticas, de cómo representar la política en la literatura sin
caer en la alegoría fácil. A lo último decís “después de todo esto, alguien
replicará que la única manera de hacer literatura política es mediante el
realismo, y yo diré que cuál es el problema”. ¿Insinuás que la mejor manera de
hacer literatura política es mediante el realismo?
-No
es el único modo. Pero en este texto discuto con una corriente de pensamiento
crítico muy extendida en Argentina que considera a Lamborghini un gran autor de
literatura política. El problema es que Lamborghini no sabía nada de política,
y en un cuento como El fiord describe una orgía sádica cuyos integrantes son
avatares o símbolos de actores de la política argentina de los ’70: el
sindicalismo peronista, el peronismo revolucionario, el ejército, la clase
media. Para que los elementos de la alegoría se entiendan fácilmente,
Lamborghini se ve obligado a reducir a los actores de la política a sus
expresiones más estereotipadas, porque si no la alegoría no se entiende. La
alegoría tiene que ser muy clara. La alegoría de la libertad de las barricadas
tiene que llevar la tricolor francesa, pechos desnudos… Por eso toda alegoría
es de mal gusto, simplista. Hay que hacerla reconocible y por eso bajarla al
mínimo común de la política. Entonces Lamborghini hace algo que vienen haciendo
hace mucho diversos autores argentinos, que es comparar la política con el sexo
y para eso la simplifican hasta volverla irreconocible. Lo que trato de decir
es que uno no aprende nada sobre política, no hay ninguna iluminación o
inteligencia al hablar de política a través de una alegoría sexual. Otro caso
de simplificación extrema: Piglia dice que Los siete locos es la gran novela
política que desentraña el núcleo conspirativo de la política argentina. Suena
bien, pero si lo pensamos por un momento, los Siete Locos cuenta la historia de
un grupo de conspiradores que planea tomar el poder en la argentina. ¿Qué está
diciendo Piglia? ¿Qué las dictaduras en la Argentina son comparables con la
conspiración del Astrólogo? Entonces está legitimando una idea, también muy extendida,
de que los militares que torturaron y reprimieron son locos, ajenos a la
sociedad, un grupo aislado de conspiradores que impuso su voluntad sobre la
Argentina. Es un mito que se instaló después del Nunca Más. La sociedad
argentina se lava las manos por el expediente de considerar a los militares
como una anomalía, un grupo de conspiradores. Es decir, no se hace cargo de su
autoritarismo intrínseco. Si Piglia legitima ese mito complaciente de la clase
media, ¿dónde está el valor de su crítica?
-Cuando hablás de
la ficción conspirativa, decís que te molesta que resulte más importante
descubrir qué esconde una conspiración que cómo se construyó.
-Cito
ficciones populares como El código Da Vinci, que está enfocada en los que
investigan y descubren la conspiración. A mí esa historia no me interesa tanto.
Me interesa mucho más entender cómo funciona la Historia, cuáles son los
engranajes que determinan nuestra realidad. Lo que mueve la Historia no es el
descubrimiento de las conspiraciones, sino su funcionamiento interno. Por eso,
para mí la más grande novela de conspiraciones es Los endemoniados, de
Dostoievski. Porque la subjetiva está puesta en los conspiradores mismos, cómo
piensan y se relacionan entre ellos, cómo se preguntan hasta dónde llega su
movimiento. Son parte de una célula pero no saben siquiera si hay otras células
activas. Al final, uno de los conspiradores le pregunta al jefe: “Dígame la
verdad: ¿hubo alguna vez otras células? ¿O la nuestra era la única en toda
Rusia?”. El jefe le contesta: “¿Importa eso acaso?”. Es una forma de decir que
no hubo otra. Eso se parece más a la experiencia humana: seas conspirador o
policía, la porción de lo que hay en juego, de lo que podés ver, siempre es muy
reducida. Esa fragilidad, esa soledad que comparten tanto el conspirador como
el policía que lo persigue, me interesa más que el descubrimiento del
conspirador.
- ¿Encontrás en la literatura
casos donde sepan explotar ese aspecto de las conspiraciones?
-Fogwill.
Te cuenta la guerra de Malvinas desde el punto de vista de unos tipos que están
encerrados en una cueva y no tienen idea de lo que pasa afuera. Los pichiciegos
ven y saben todo lo que puede ver y saber un soldado encerrado en una cueva,
que para mí es casi emblemático de lo que nos pasa en nuestra vida todo el
tiempo. Ves una pequeña parte y estás demasiado ocupado en sobrevivir, en
mantener las buenas relaciones y la estima de tus compañeros para siquiera
preguntarte mucho más.
-En tu libro mencionás varias veces que para
la vanguardia la literatura se divide entre la que experimenta con el lenguaje
y la que no, y vos contestás que en realidad todo buen escritor hace una
crítica al valor que su época le otorga a las palabras…
-Una
buena novela de trama no puede no hacer también ese trabajo sobre el lenguaje.
¿Lolita es una novela de trama? Absolutamente. Hay una intriga; varias en
realidad. La primera es si Humbert-Humbert va a lograr acostarse con Lolita y
apropiarse de ella. ¿Quién es Claire-Quilty, ese doble siniestro que persigue a
Humbert-Humbert? ¿Qué va a pasar con él? Hay tantas intrigas como en una novela
policial, pero la naturaleza de esas intrigas también fuerzan a Nabokov a
redefinir palabras como deseo, miedo, y hasta inventar alguna: como es sabido,
en esa novela Nabokov inventa el término “nínfula”, que sería el diminutivo de
ninfa. Así define Nabokov a Lolita porque no le alcanzan las palabras
corrientes para definir al objeto del deseo de Humbert.
-Hay un ensayo que me llama la atención. Es
como una especie de arco temporal de los escritores latinoamericanos respecto
de la crítica. Ahí decís que los escritores tienen cierta nostalgia por la
polémica.
-Hablo
de algunos escritores, entre los que me incluyo, que pueden sentir que la
polémica es una experiencia formativa, fértil, que te obliga a pensar con un
nivel de exigencia que te lleva a descubrir cosas que no descubrirías de otra
manera. Por eso, viendo las grandes polémicas literarias del pasado
(Sartre-Camus, Vargas Llosa-Ángel Rama), algunos podemos preguntarnos por qué
la polémica se volvió tan difícil. En Argentina es difícil porque ambos
adversarios están descalificados de antemano, a ojos del público, porque se
presupone que discuten por cuestiones personales. Si critico algún aspecto de
las ideas de Aira, se va a presuponer que me cae mal, que un día me pisó, que
tengo celos o cualquier cosa menos atender a lo que se está argumentando. La
cultura argentina es muy personalista, creemos en las relaciones de amistad o
de familia, y no creemos en las ideas. Todo nos parece de índole personal.
Además, nos gusta mucho gustar, no tener enemigos. No a todos; a Fogwill le
encantaba tener enemigos. Pero la mayoría somos blandos. Ejemplo concreto: tuve
una polémica hace años con Martín Kohan en la revista Ñ. Un tiempo después nos
encontramos y estaba todo bien, me saludó como si fuera un amigo y yo también.
Ninguno tenía ganas de mantener una hostilidad una vez que nos vimos en
persona. Eso me lleva a mencionar la proximidad física de los escritores: es un
ambiente chico y los escritores se cruzan en todos lados. Esa proximidad
también hace difícil mantener discusiones de ideas.
-Otra cosa que me llamó la
atención de ese texto es que decís que “ser malos” puede redundar en una mejor
literatura.
-Bueno,
es una manera jocosa de decir ser duros, intransigentes. Sí, porque cualquier
enfrentamiento te enseña algo, como mínimo te da la medida de tus fuerzas. A
veces cuando te derrotan también aprendés cosas importantes -primero que nada,
aprendés que estabas equivocado, y hay pocas cosas más importantes que esa-. Y
toda experiencia de vida de esta clase también te hace mejor escritor, porque
escribir es, quizá antes que nada, tener una opinión formada y profunda sobre
las cosas. La polémica te puede dar conocimiento de primera mano.
-A Cortázar le criticás su
esnobismo. En “instrucciones para criticar a Cortázar” escribís: “’Mírame,
míranos, somos los iniciados, los que estuvieron donde nadie estuvo’. Hablar
así y después decepcionar es exponerse al escarnio”. ¿Qué sería decepcionar?
-En
Rayuela, Cortazar no deja de excitar nuestro esnobismo presentando a un
personaje como Oliveira que está en París, está entre los iniciados, pero
después las cosas que piensa y sabe son de tarjeta postal. No hay nada que le
pase a Oliveira en París que vos no puedas saber desde Buenos Aires sin haber
ido nunca. Ahí está la decepción. Te prometo que te voy a dar un conocimiento
de iniciado, de alguien que estuvo ahí, a diferencia de vos, pobre gil que te
quedaste en Buenos Aires. Y después te digo: “París es mágica, los mendigos
citan a Averroes”. Perdón, pero eso yo ya lo pensaba, porque leí la literatura
francesa y tengo todos los prejuicios románticos de París, decime algo que no
sepa. Ese es el problema con Cortázar.
-Esto me recuerda un poco a Fogwill:
en Vivir Afuera hay personajes que te hacen sentir que ellos estaban iniciados
en algo que uno no. ¿Fogwill también decepciona?
-No,
porque Fogwill realmente te hace creer que sabe algo que vos no sabés. A veces
yo no sé si Fogwill me está “cantando la posta” o si me está verseando. Porque
Fogwill es ambiguo, hay momentos en los que habla del funcionamiento de un
hotel en Las Vegas, cómo trabaja el personal de mantenimiento, dónde están los
placards con las toallas y los baldes, y te da la sensación de que vio, oyó y
conoció. Pero hay un Fogwill, que es su contracara, que se parece al taxista
que te dice dónde está enterrada la plata de Lázaro Baez y que solamente él lo
sabe. Vos te das cuenta de que no sabe nada pero le gusta simplemente la pose
de quien está al tanto. Pero Fogwill es más un viaje, para mí, que Cortázar.
Fogwill de verdad me lleva a otro lugar, me lleva a explorar cosas que yo no
conocía. Cortázar, creo, nunca me dice algo que no sepa.
-Tomemos ese mismo esquema,
el de alguien que me promete que me va a
llevar a un lugar; después me lleva o no me lleva. ¿Qué otros casos podés
mencionar de alguien que te lleve?
-En
la literatura argentina, Borges, sin duda.
-¿Qué promete Borges?
-Es
una buena pregunta. (Silencio largo.) Yo te diría que en la literatura de
Borges está siempre implícita la promesa de indagar algo. De hacerte pasar un
tiempo en compañía de una mente de infinita de curiosidad que va a descubrir
algo, o no, pero en cualquier caso va a indagarlo con poderosas armas intelectuales
y que algo va a pasar con eso. Es quizá una promesa bastante vaga, pero cuando
empezás a leer Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, tenés a un hombre que dice con
mucha naturalidad que conversa habitualmente con otro escritor, llamado Bioy
Casares, acerca de cuestiones como los espejos y la cópula. Es decir, Borges
dice “Descubrí, en la alta noche ese descubrimiento es inevitable, que los
espejos tienen algo horroroso”. En la palabra “inevitable” hay una seducción.
Si Borges dice que es inevitable, te está acercando a un círculo, un pequeño
mundo donde escritores hablan de esas cosas a altas horas de la noche y que ese
es un ambiente, un micromundo al que podés acceder. Un mundo de infinita
curiosidad intelectual donde las cosas pueden llegar a descubrirse, el conocimiento
te puede llevar a algún lado. Creo que esa es la promesa de Borges. ¿Si la
cumple? Vaya si la cumple.
-¿Al orden de qué
pertenece ese conocimiento? ¿De lo
intelectual? ¿De lo amoroso? ¿De ambos?
-Es
el conocimiento de una fuerza oculta que está moviendo la realidad. El
descubrimiento de cómo funciona la lotería en Babilonia, la conspiración de los
tlönistas para crear un mundo imaginario, el descubrimiento de la conspiración
de los irlandeses en Tema del traidor y del héroe, el crimen perpetrado por
Scharlach en La muerte y la brújula. El descubrimiento de lo que realmente se
propuso Pierre Menard al reescribir El Quijote. Porque ese cuento empieza con
un modesto enigma intelectual: ¿Qué hizo este tipo? ¿Qué quiso hacer Pierre
Menard? Y Borges poco a poco lo revela.
-En tu último ensayo decís que
la idea de “pequeño aleph y gran aleph” es una línea que abre Borges para que
los demás exploren. ¿De qué se trata?
-Borges
estructura sus cuentos con dos elementos, que yo llamo gran aleph y pequeño aleph.
El pequeño aleph es un elemento de orden realista, relacionado con un deseo,
una carencia, alguna insatisfacción. En el cuento El aleph, Beatriz Viterbo
nunca le dio bola a Borges, después murió y Borges quedó inconsolable, obsesionado
con recuperar a Beatriz, obsesionado con volver a verla desde todos los ángulos
posibles. Por eso contempla las fotos de frente, de espalda, tres cuartos, etc.
Eso es el pequeño aleph. Esa ansia de Borges de ver a Beatriz desde todos los
ángulos se transmuta en el aleph del sótano de la calle Garay. Y lo que se
quiere contemplar desde todos los ángulos deja de ser la mujer verdadera y pasa
a ser el universo entero. Siempre en el tránsito del pequeño aleph al gran
aleph hay algo explosivo, expansivo, que hace crecer desmesuradamente, en todos
los sentidos, esa emoción todavía humana, todavía reconocible, del pequeño
aleph. Los escritores de ficción del siglo XIX no operaban de esa forma, no
planteaban un deseo y después esa especie de consumación explosiva y espléndida
del deseo. Flaubert, en Madame Bovary, presenta a una mujer instatisfecha que
lee novelas y quiere llevar esa vida de ensueño, pero lo que quiere mostrar
Flaubert es el fracaso de Emma, la manera en que se estrella con el mundo real.
Stevenson, en Dr. Jekyll y Mr. Hyde, muestra a Jekyll y muestra el otro lado de
su personalidad, pero es un ejercicio de análisis, patológico. Si Borges
contara la historia de Madame Bovary plantearía, tal vez, en un primer término a Emma frustrada y
después sus deseos aparecerían en clave fantástica. Emma se encontraría con
otro yo, una Emma triunfante que lleva espectacularmente la vida amorosa que a
ella le gustaría llevar. Estoy haciendo un ejercicio a lo Piglia, ¿no? Ahora,
hay narraciones contemporáneas que toman ese procedimiento de Borges, lo
desarrollan y lo adaptan a otras formas. Yo doy el ejemplo de Breaking Bad. Ahí
tenés a un profesor de química frustrado sexualmente, financieramente, que se
transforma en Heisenberg, el rey de las anfetaminas. Walter White es el pequeño
aleph y Heisenberg es el gran aleph. Es la fantasía compensatoria, la irrupción
casi fantástica de los deseos frustrados de Walter. Es lo que Walter desearía
ser. A veces Javier Marías, en España, procede de una forma parecida. Lo que
estas ficciones emulan no es el estilo de Borges, sino la relación entre el
deseo y la realidad. Siempre el elemento fantástico, en Borges, es engendrado
por un deseo humano, común.
-En el Zahir también se aplica,
¿no?
Sin
duda. En El Zahir, Borges no puede olvidar a Teodolina Villar, y ese carácter
todavía humano y nada fantástico se transmuta en un elemento fantástico, que es
la imagen de una moneda que no puede olvidarse. Lo fantástico es que no hay
ninguna razón para que una moneda sea inolvidable, en cambio una mujer que te
partió el corazón puede ser fácilmente inolvidable. Pero cuando Teodolina se
transmuta en el zahir en la mente de Borges, pasa a ser un elemento fantástico.
-En este libro, pero también en
tus novelas, es frecuente la idea del espejo como reflejo de deseos,
identidades…
-Estoy
interesado en lo que la literatura revela sobre los deseos. Creo que al igual
que en los sueños, tanto cuando son situaciones en principio felices o de
deseos satisfechos como cuando se trata de angustia u horror, nada ocurre en la
literatura que no corresponda de algún modo al deseo. Por eso, a través de una
ficción siempre se puede rastrear algo no dicho sobre los deseos de un autor, y
a veces de una sociedad. En Sumisión, de Houellebecq, Francia se convierte en
un país islámico. Probablemente la gran mayoría de los franceses te diría que
esa visión es pesadillesca, pero yo creo que si pega, si tiene resonancia, es
porque también obedece a un deseo latente, muy oculto, de la sociedad francesa
de desaparecer de una vez y ser absorbida por una cultura y una religión más
jóvenes. Hay un deseo suicida bastante fuerte de que cese por fin la lucha
entre la Francia laica y la religión. Esa ficción expresa eso.
-¿Por qué admirás tanto a
Houellebecq?
-Por
muchas razones. Con Houellebecq el discurso racional vuelve a tener objeto de
estudio. Sus narradores se mueven principalmente en la lucidez. No es Kafka, no
es Beckett. No es un escritor que expresa las zonas inconscientes del lenguaje;
sus narradores son conciencias lúcidas. Parecía, hace muchos años, que la
lucidez no tenía más objeto. Había cierta noción de que lo único que un
narrador lúcido podía tener para decir era que el lenguaje es incapaz de dar
cuenta de la experiencia y que la literatura es imposible. Para evitar ese callejón
sin salida, la literatura europea se vuelca a la parodia, a los juegos
puramente formales, en otros casos al folclorismo. Todas atribuciones menores
de la ficción, indignas. Houellebecq, en lugar de retroceder y dejar el campo
de la lucidez, lo lleva más lejos. Tal vez simplemente porque es más
inteligente que otros escritores. Tiene una capacidad mayor a la de ellos para
entender los fenómenos de sociedad, los fenómenos históricos, posee un bagaje
de conocimiento que otros escritores no tienen. Entonces puede volver al asalto
de los problemas de la realidad desde la lucidez y traer algo nuevo. En esto se
parece a McEwan, aunque Houellebecq me parece más importante que McEwan. Creo
que la mayor aspiración, para un escritor, es hablar desde el máximo de conciencia
de la realidad que su época haya alcanzado, no desde menos. Y eso es muy
difícil, porque un escritor no tiene por qué estar al tanto de conocimientos de
biología o física cuántica, pero al mismo tiempo si no lo hace está relegándose
al vagón de cola de la consciencia contemporánea. Por eso cuando un escritor
hace como mínimo el intento de estar delante de todo en lugar de en la cola, me
produce admiración. Como dice Julian Barnes, Houellebecq siempre salió a hacer
caza mayor, no se conformó con disparar a las palomas.
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