El país del viento

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Hoy me puse a charlar con dos chicas en la parada de colectivo. La que más hablaba dijo que lleva nueve años viviendo en Ushuaia y todavía no sabe bien los recorridos que hace la línea A; cuando llegó a la ciudad, a pesar de que preguntó, nadie le explicó bien. La otra dijo que solamente sabía que el A va por los barrios de arriba. Lo importante es que la que más hablaba dijo que en todos estos años no se sintió integrada a la ciudad, que está más cerrada que antes de venir, que en Buenos Aires eso no pasa porque allá son todos amigos, todos saben quién es, están predispuestos a hacer amistad y esas cosas. Raro, le dije, porque yo vivo en Buenos Aires y no tengo la menor idea de cómo se llama ninguno de mis vecinos. Niego que en Buenos Aires sea como ella dice, pero no niego que tenga razón con lo que dice de Ushuaia. Me imagino a dos personas hablando, hay un viento terrible, algunos copos de nieve y los dos están muy abrigados, con muchas capas de ropa encima. Cada una de esas capas es un impedimento más para acercarse al otro, están los dos aislados, cubiertos de abrigo, duros, sin poder moverse demasiado.
La otra chica está acá hace un año, es también de Buenos Aires y vino con su novio. No hablaba mucho: en el momento pensé que es el contraejemplo de lo que decía la que más hablaba, porque no decía prácticamente nada, tenía cara de desconfiada y largaba palabras casi sueltas. En un momento dijo que conocía un par de personas de acá porque compartían “una actividad”. Esa forma de hablar, tan impersonal y como guardando un secreto, es propia del porteño común que desconfía de todo el mundo o siente que no tiene ningún sentido cruzar palabra con alguien que no va a volver a ver.
Todo esto me hizo pensar. Pude objetivarme un poco, verme desde afuera e intuir una situación que hasta hoy no se me había cruzado por la cabeza. Me imagino cómo debe haber sido nuestra llegada la ciudad. Mi papá vivía con mamá en Ezeiza, trabajaba en el aeropuerto. Un día, mirando los clasificados del diario, encuentra una oferta de trabajo en Ushuaia, francamente en la loma del orto, pero como tiene algunos problemas en el trabajo actual decide ver qué onda. Me imagino a papá en la mesa, con el plato enfrente y diciéndole a mamá que le surgió una propuesta. Sí, a Ushuaia, a ver, traeme un mapa, debe ser por acá, más abajo no puede ser porque hay agua, sí, acá. Llama al teléfono del clasificado, le dicen que es el perfil que están buscando. A los dos meses, tres a lo sumo, se viene solo a la isla. Alquila un cuartito unos días y se reúne con el que sería su jefe. Mamá, con sus veintiún años, bien podría identificarse con la que más hablaba en la parada de colectivo, que vino porque su marido es militar y le ofrecieron trabajo acá. La chica tiene 32 años y trabaja en una casa de ropa de la calle San Martín, vive acá hace nueve años y prácticamente no tiene amigos. Pienso en la cantidad de gente que llegó estos últimos años con la idea firme de hacer plata, de venir a esta ciudad de mierda para hacerse unos pesos y rajar. Los años los van arrastrando y por alguna u otra razón no se van. Están de paso.
Esta vez no hago la clásica distinción entre los que tienen mucha plata y los que no tienen nada, sino que ahora el corte es distinto: los que se adaptaron y los que no. Los que logran desenvolverse, hacer amigos, sentirse parte si no de un grupo, al menos de la ciudad, y los que no tienen nada más que un buen sueldo, y bien justificado, porque en esta ciudad de mierda lo mínimo que tendría que haber es buena plata, porque si no quién vendría, ¿no?
Después vienen los hijos. La misma diferenciación: los hijos criados con el ideal de que hay que irse a la mierda cuanto antes, y los que crecen y ven su alrededor con naturalidad. La segunda generación suele adaptarse mejor. Van al jardín, la escuela, clases de karate, lo que sea, pero conocen chicos de su edad y se arman grupitos. Sus padres los miran jugar con los compañeros y sonríen, un poco con felicidad porque los nenes pueden adaptarse, y un poco con tristeza porque ellos nunca pudieron y probablemente nunca puedan. El clima es realmente hostil, hace varios días que pienso en eso y esta noche me desperté a las cinco de la mañana por el viento y la lluvia y pensé lo mismo: qué clima hostil. Ahora nos acostumbramos, pero los exploradores del siglo XIX deben haber sido más conscientes que nosotros de lo jodida que es esta región. El hombre moderno la domesticó, tenemos casas resistentes y ni siquiera se corta la luz, pero los días muy feos miro por la ventana y pienso cómo debe haber sido hace cien años. Parece que las cosas mejoraron, pero al fin y al cabo sigue pasando lo de los hombres vestidos, duros como planchas de hielo, que no pueden hacer actividades afuera por lo que sus vidas se desarrollan siempre entre paredes. Los hijos de los que llegaron no se dan cuenta, de tan inmersos que están en la ciudad, de que no siempre fue así y que probablemente sus padres no la pasaron tan bien. Hay un ensayo de Borges donde habla de la influencia de Walt Whitman: dice que es tan grande que nadie se da cuenta de que en verdad fue influido por Whitman. Si algo es muy, muy grande, dice Borges, no lo vemos, el planeta es tan grande que no alcanzamos a ver su redondez. Así viví yo toda mi vida, tuve una infancia y adolescencia feliz y nunca me di cuenta, ni siquiera cuando me fui, de la hostilidad del lugar. Nunca, hasta que hablé con esas dos chicas, sobre todo la que más hablaba.



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